Hace ya algunos años, mientras estuve pagando servicio obligatorio en la policía,
acudimos a ayudar a varias familias cuyas casas se habían inundado debido a una
emergencia provocada por las lluvias.
Al llegar, el agua ya había hecho todos los daños en el transcurso de la noche,
y si mal no recuerdo los habitantes de ese barrio de Pereira contaban con
gran desconsuelo que el nivel había llegado hasta las rodillas.
El panorama era poco agradable, ya que sólo quedaban grandes cantidades
de barro en medio de lo que se pudo salvar: electrodomésticos sucios y mojados,
colchones acabados, ropa maloliente y dañada, y un sinnúmero de bienes materiales
totalmente inservibles o perdidos.
Luego de sacar grandes cantidades de barro de una de las casas,
logré notar con gran asombro cómo en medio de todo, la señora de la casa
se dispuso a cocinar para todos los que estábamos adentro, arroz con huevo
(o güevo como cariñosamente lo llamó, lo único que se podía hacer en medio
del desastre y de la pobreza).
Tomamos de sobremesa una gran taza de agua de panela y una gran cantidad
de risas provocadas por los comentarios de los tres habitantes de la casa.
Era increíble observar la alegría de esa gente aún con esa terrible noticia
de despertar en medio de la humedad y la angustia por perder tantos objetos
comprados con el dinero ganado con mucho esfuerzo.
Era increíble que en medio de la tristeza, no se dejaron robar la paz.
Era increíble cómo apreciaban lo poco que les quedaba y alababan a
Dios con sonrisas salidas de su propia tribulación.
Volví en la tarde a mi casa, sucio. Me bañé, me acosté en mi cómoda
cama. Seca. Medité los agradecimientos de aquellas personas,
que hasta el día de hoy puedo comprender, va mucho más allá del
entendimiento que creemos tener cuando no nos falta una comida,
una muda, un trabajo, un amigo, un abrazo, un gesto de cariño...
un destello de Jesús en la tierra.
lunes, 9 de noviembre de 2009
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